Bad Bunny, arcoíris y hamburguesas veganas: Cuando el sistema te entrega la rebeldía en bandeja

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La rebeldía se volvió decorado. En lugar de incomodar, adorna el escaparate: artistas multimillonarios lanzan videoclips “críticos”, marcas se cuelgan de causas y todo parece subversivo… pero sin riesgos, sin costo, sin carne. Es la disidencia como estilo, no como ruptura. El mercado lo entendió antes que nadie: vacía el gesto, lo embellece y lo vende. Y nosotros, felices, lo compramos.


Por Felipe Gómez / contacto@chilepunk.cl

Hay una tendencia reciente que me genera una inquietud genuina: la “rebeldía antisistema” que se pasea por el arte, sobre todo en la industria musical. Resulta que discursos que prometen romper con lo establecido de repente los escuchamos de bocas famosísimas, como las de Bad Bunny, por poner un ejemplo, una máquina de hacer hits globales.

“Bad Bunny es más que jangueo, también es un crítico social”, dice un medio digital. “Bad Bunny convierte su último videoclip en una crítica a la injusticia y la privatización en Puerto Rico”, agrega el diario El País de España. Pero veamos, ¿De verdad es tan subversivo el mainstream ahora?

El problema es que estos discursos son un arma de doble filo: simulan una postura de desafío, pero en realidad, no implican ningún compromiso real con la transformación social. Y eso, para mí, es peligroso.

Esta simulación no solo banaliza las luchas auténticas, esas que sí implican riesgo y un posicionamiento político coherente y costoso. También invisibiliza a quienes verdaderamente ponen el cuerpo y la vida en juego. No es que quiera trazar una frontera entre lo “legítimo” y lo “impostor”, eso sería casi fascista y no soy experto ni juez para hacerlo. Pero sí me parece crucial que reconozcamos cuándo ciertas estéticas de rebeldía se instrumentalizan para generar atractivo comercial, sin cuestionar ni un rábano el orden establecido.

Ya lo hemos visto un millón de veces. ¿Ejemplos? La apropiación comercial de los símbolos de las diversidades sexuales por parte de marcas como Nestlé, LATAM o Telekom que se llenan de arcoíris una vez al año, o grandes empresas de carne lanzando líneas de productos veganos o vegetarianos a precios exorbitantes. Hasta McDonald’s tiene su hamburguesa vegana! Esto, ya lo sabemos, no frena la deforestación del Amazonas ni compromete a la empresa con un modelo de negocio sostenible, ¿verdad?

El meollo del asunto no es que un artista comercial hable de injusticias sociales. El problema surge cuando lo hace desde una posición de comodidad, sin implicación ni consecuencias, transformando palabras como “resistencia” o “revolución” en un mero adorno inofensivo. Tan inofensivo como la camiseta con el símbolo de “Anarquía” que se exhibe en la vitrina de una tienda de ropa en un mall o la cara del Ché Guevara en una polera comprada en la feria artesanal.

En esos casos, el mercado es hábilmente cruel: absorbe la apariencia de disidencia, la vacía de contenido y la revende como un producto más, al que se le puede sacar un buen margen de ganancia. Así, lo que debería ser subversivo se convierte en una mercancía, y el potencial transformador de la expresión artistica se neutraliza. Este afán creativo, en lugar de confrontar al poder, termina adornándolo como arbolito de navidad con una estética supuestamente contestataria.

Con buena intención hay quienes defienden estos gestos, argumentando que “al menos visibilizan ciertos temas” para gente que no está familiarizada con algunas luchas sociales. Pero visibilizar no es sinónimo de transformar, y esa es una diferencia crucial. En el plano de la especulación, una mención superficial podría, sí, generar algunas preguntas. Pero también encierra una trampa: puede presentar una causa como una moda pasajera, despolitizada y sin contexto, reduciéndola a un eslogan o a una simple campaña de márketing. Y lo que es tendencia hoy en el vertiginoso mundo de Internet y las redes sociales, es olvido mañana. Creo que una visibilidad sin ninguna profundidad puede, irónicamente, alimentar la idea de que “ya se está hablando del tema”, cuando en realidad lo que está haciendo es desactivar su potencial político. Es como si al hablar del problema, mágicamente, se disipara la necesidad de actuar.

Ahora, ojo, no hay que caer en el desprecio elitista de todo lo que provenga de la música popular o comercial. Yo mismo soy un gran fan del rock, y nadie puede negar su estrecho vínculo con los grandes sellos discográficos y, en muchas ocasiones, con discursos vacíos de contenido social. Acepto (y cuestiono) esa contradicción en mi propia experiencia. Dicho esto, creo que es totalmente válido que una canción popular evoque sentimientos de rabia, empatía o esperanza en quien la escucha, y que funcione como una puerta de entrada a una inquietud más profunda. La experiencia subjetiva de cada oyente u observador con una obra es legítima y jamás debe subestimarse. De hecho, ese es un punto central.

Pero eso es totalmente diferente a atribuirle automáticamente a esa obra un carácter antisistema o subversivo. Que algo nos conmueva no significa que cuestione las estructuras profundas que producen y reproducen la injusticia. Una cosa es la emoción individual que te atraviesa; otra muy distinta es la eficacia política real o el riesgo estructural que esa obra implica.

Esto no significa que solo las formas más explícitas y radicales en el mundo artístico sean válidas. Existen múltiples modos de resistencia, algunos mucho más sutiles, simbólicos o íntimos. Pero sí exige, y esto es clave según mi opinión: honestidad. Debemos ser capaces de diferenciar entre el acto que genuinamente abre preguntas y la performance comercial, vacía, y que solo sirve de decorado. Porque cuando la rebeldía se convierte en pura estética sin una ética que la sustente, se vuelve funcional al poder. Y una expresión artística que no incomoda –ni siquiera un poquito– difícilmente transformará. A veces entretiene, a veces enternece, a veces adormece, pero rara vez, muy rara vez, incomoda a los que detentan el poder. 

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